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sábado, 20 de julio de 2013

LOGROS DE LA INTELIGENCIA Y EL COMPROMISO ESCOLAR


María Gabriela Ynclán y Elvia Zúñiga Lázaro: Aprendizaje Situado. Dos experiencias en educación básica. México, Ediciones EyC / BUAP, 2013.

A finales del año 2011 o principios de 2012, no recuerdo con precisión, la maestra Alba Martínez Olivé me propuso editar un nuevo libro sobre el tema de la educación pública básica. Éste consistía en un estudio sobre dos experiencias exitosas, sin duda  relevantes, de proyectos escolares en zonas peculiares del país: una se refería a la Escuela Primaria “General Heriberto Jara”, en el municipio de Miguel Auza, Zacatecas, región minera situada en la frontera con el Estado de Durango, allá donde las compañías canadienses hacen su agosto; la otra trataba el caso de la Telesecundaria Tetsijtsilin (“Piedras que suenan”) a 20 minutos de Cuetzalan, Puebla.

El proyecto de edición me pareció interesante; con Alba Martínez habíamos publicado un libro colectivo sobre distintos temas educativos que resultó muy útil para los debates que sobre la escuela pública comenzaban a cobrar tintes dramáticos: Un futuro para la escuela pública (Ediciones EyC, 2009). En efecto, cuando la ofensiva empresarial contra la educación pública estaba en todo su apogeo, en gran medida propiciada por los desatinos y abusos del calderonismo y de sus alfiles sindicales, quisimos poner en la mesa de discusiones lo que nos parecía que eran las verdaderas cuestiones que tocaban al desempeño de la escuela pública y de sus maestros.

El nuevo libro puede verse si se quiere como una continuación de ese interés por defender y demandar una escuela pública de calidad. No a la luz de particulares intereses, sino en beneficio de una sociedad que tiene en la educación pública una de las pocas expectativas formativas y culturales. Sin embargo, a diferencia del primer libro que tenía un abordaje analítico más general, Aprendizaje Situado… se hizo cargo de dos estudios de caso, de características etnográficas, en los cuales la participación comunitaria de los maestros tuvo una importancia central. 

De todas formas, la lectura de este libro y de las experiencias que narra con gran cuidado y claridad, nos permite reconocer que más allá de los elementos materiales que deben acompañar los procesos educativos (tan escasos por cierto), son la inteligencia, creatividad y compromiso de los maestros y comunidades los que definen la mejor perspectiva educativa para la escuela y el mayor impacto social y cultural de sus actividades. El texto muestra también que sí es posible encontrar en nuestras escuelas públicas el cumplimiento cabal de su misión educativa, a veces más allá de lo que hoy nos imaginamos. Basta acompañarlas con recursos éticos, pedagógicos y materiales que detonen el profesionalismo de sus maestras y maestros.

 La exposición de estas dos experiencias educativas tiene un fuerte sentido de ejemplaridad, tanto para el magisterio, como para todos los actores sociales interesados en la educación pública y el gobierno mismo. Así lo destaca la maestra Martínez Olivé en su presentación:

La lectura de Aprendizaje Situado. Dos experiencias en educación básica a la que aquí invitamos, ofrece elementos acerca de cómo, en situaciones difíciles, ciertas escuelas emprenden, sin más herramientas que su decisión y convic­ción, la aventura de educar. Este libro resulta en una serie de lecciones valiosas para otros maestros, directores y supervisores que pueden encontrar el aliento para emprender su propio camino en pos de una experiencia profesional más satisfactoria.

Ojalá lo lean también los constructores de políticas educativas, los deci­sores. Si comunidades educativas desprotegidas pueden tomar las decisiones pertinentes y garantizar a sus estudiantes una escolaridad exitosa, cuántas no podrán avanzar si las autoridades toman las decisiones de apoyo y asistencia necesarias que, por otra parte, son las que por Ley tienen encomendadas. De este documento se infieren, con singular nitidez, líneas de política para asistir a las escuelas en su desarrollo.

Y, por supuesto, esperamos que lo lean los que ven sólo el árbol de la es­cuela mala. Aquí hay una muestra pequeña pero significativa de lo que el bos­que oculto produce. Afortunadamente, a pesar de años de abandono y malas decisiones, la escuela pública tiene todavía un poso de energía y vitalidad que puede augurar su resurgimiento si se le cuida como el bien preciado que es.


sábado, 13 de julio de 2013

LA CASA DE LA LECTURA EN PVEBLA


Con motivo del décimo aniversario de Profética, Casa de la Lectura.

Supe de Profética en alguna ocasión que conversaba con Alfonso Vélez sobre el tema del centro histórico de Puebla y de su rescate, prendado como estaba por impulsar lo que conocimos después con la consigna: “Puebla, ciudad del conocimiento”.
Justamente en el tenor de esa idea magnífica, en la que confluyeron las experiencias de muchos otros intelectuales, historiadores, arquitectos, urbanistas, literatos, empresarios y artistas, Vélez Pliego valoraba mucho la aventura que ya cursaban algunos poblanos alrededor de José Luis Escalera, para fundar ese centro de conversación, de letras y artes, que hoy conocemos como Profética.
El experimento de Profética no era menor desde la perspectiva que manejaba el exrector de la UAP; se mostraba como la materialización de un sueño en el que debían estar inmersos la sociedad civil y con respaldo de las entidades públicas, reedificando la Puebla levítica palmo a palmo, para darle un nuevo sentido a sus casonas y jardines, tocándolas con la vara de las ciencias y de las artes.
Me encanta este pasaje de mis conversaciones con Alfonso, porque pareciera mostrar que en cada poblano ilustrado, o bien nacido como se gusta decir, habita el espíritu de un Julián Garcés tejiendo sus sueños respecto a nuestra ciudad. Entre esos sueños memorables, José Luis Escalera nos ha regalado el suyo propio, con la restauración de esa vieja casona de la esquina de la 7 Oriente y 3 Sur del centro histórico de Puebla, convirtiéndola en La Casa de la Lectura.
Con el correr del tiempo --10 años de vida digna y fecunda--, Profética, la Casa de la Lectura, ha construido muchos amigos a su alrededor. Escritores y lectores tienen allí un privilegiado espacio; en su librería, de las mejores de Puebla y la más original en su centro histórico, se pueden encontrar todos los temas y novedades requeridos por el lector más exigente: libros sobre la historia y arquitectura de la propia ciudad de Puebla, literatura de jóvenes y consolidados escritores, ensayo literario, libros exquisitos de artes y diseño, hermosos libros para niños…Pero lo que mejor muestra el sentido cultural del proyecto es su biblioteca pública, donde cualquier ciudadano puede acceder a la cultura escrita y obsequiarse sin costo alguno largos ratos de placer literario.
Profética ha sido para mí, un modesto editor, lugar extraordinario para exhibir nuestros libros. Allí han tenido cobijo desde sus comienzos las publicaciones de Ediciones de Educación y Cultura. Cada título, por lo demás, ha sido el pretexto para conversar con José Luis Escalera sobre el mundo del libro, los avatares de estas complicadas y apasionantes profesiones que nos unen, la del editor y el librero, vínculos que me unen también a otro gran personaje del medio como lo es Armando Mena.
Profética es también un centro de sociabilidad moderna y culta. En efecto, además de las presentaciones de libros, de las conversaciones sobre variados temas literarios y de las conferencias de escritores notables o de moda, sus muros han sido testigos de actividades artísticas musicales, gráficas, escénicas. También nos ha ofrecido sus espacios para simplemente platicar entre amigos, inventar historias o planear aventuras. Es lo más próximo a un ágora, a un salón parisino o a una cantina porfiriana.

No se qué impacto ha tenido en nuestro medio la presencia de Profética, es posible que muchísimo si lo medimos por las generaciones de jóvenes que han convertido esa casa y su patio en parte vital de su existencia. Pero de los que sí estoy seguro, porque me consta, es de que en el medio académico y letrado del país cuando se habla de Puebla es inevitable escuchar el “¿cómo va Profética?” Eso es suficiente para percatarnos de cuando una idea, un proyecto y una inversión alcanza la estatura de un emblema cultural.
Gracias al gran anfitrión que es José Luis, hemos presentado en Profética muy variadas obras, por lo general aprovechamos esos grandes muros para proyecciones pertinentes, con las que se logra una atmósfera característica. Eso lo vimos, por ejemplo, al proyectar las pinturas de José Lazcarro, que acompañaron la edición del poemario de Enrique Pimentel Corpus City; también con la proyección de los grabados de W. Blake, que envolvieron la presentación del libro Los versos satánicos de Blake. El matrimonio del cielo y del infierno con exégesis, de Adrían Muñoz. 
En alguna oportunidad, allá por el año de 2005 si no mal recuerdo, presentamos en Profética algunas obras para niños, y dentro de ellas una lotería que fue parte de un libro de adivinanzas escrito por Beatriz Meyer y Enrique Pimentel. El patio de la casona se colmó de la algarabía y alegría infantiles, como no lo había visto antes. Niñas y niños respondieron adivinanzas, jugaron a la lotería en varias mesas puestas para tal propósito y los ganadores recibieron libros de obsequio. Padres e hijos disfrutaron una mañana inolvidable.
Todo esto es parte del sueño de Profética, ojalá que perdure muchísimo tiempo y otros poblanos sigan su ejemplo. Mi reconocimiento y felicitaciones a Profética, a José Luis Escalera y asociados, a su personal. Y felicitémonos todos también por tener a Profética tan cerca de nosotros.

Ricardo Moreno Botello 
(Apareció en la revista electrónica Mundo nuestro
de  Sergio Mastretta).

UNA GRAN OBRA LAICA PARA LA HISTORIOGRAFÍA DE LA IGLESIA MEXICANA


La iglesia en el México Colonial, de Antonio Rubial García (Coord.) et al. Ediciones EyC / Instituto de Investigaciones Históricas-UNAM / Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades-BUAP, México, 2013. 606 págs.

Prólogo

La Iglesia católica ha sido una de las organizaciones con mayor influencia en la historia del Occidente y también la más polémica. Después de la Reforma protestante, sus defensores y detractores han generado una abundante literatura a lo largo de los últimos siglos y sólo hasta hace unas décadas se le ha estudiado con menos prejuicios y dándole su justa dimensión.
En nuestro país, a pesar de que los estudios sobre la Iglesia han recibido una gran atención en las décadas recientes, es notable la ausencia de una visión de conjunto objetiva que abarque todos los ámbitos del complejo mundo que constituye dicha organización.  La primera obra que intentó dar una visión panorámica de la labor realizada por la Iglesia en este territorio fue La Historia de la Iglesia en México del jesuita Mariano Cuevas (1879-1949). Sus primeros dos volúmenes impresos entre 1921 y 1922 (antes de que estallara la guerra cristera), eran parte de un proyecto de defensa de la Iglesia y del catolicismo contra los ataques anticlericales de los primeros gobiernos posrevolucionarios. Esta visión apologética, aunque con otro entorno histórico, es la que tiñe la mayor parte de las obras generales realizadas a lo largo del siglo XX. Por otro lado, en su intento de abarcar sus cinco siglos de historia  y en algunos casos el incluir a México dentro del contexto de América latina, dichas obras han dejado fuera temas importantes y han hecho generalizaciones superficiales y poco sostenibles. El presente libro intenta llenar la necesidad de una visión de conjunto y renovada de la Iglesia católica en el periodo virreinal novohispano, época en la que se conformaron sus instituciones.
La obra tiene como una de sus mayores cualidades la de ser un esfuerzo colectivo realizado por especialistas en las diversas instituciones eclesiásticas y cuyos textos fueron discutidos dentro de un seminario a lo largo de dos años. Dicho seminario, de carácter interinstitucional, que lleva funcionando ininterrumpidamente desde 2001 bajo el título de “Seminario de Historia Política y Económica de la Iglesia en México”, surgió como una iniciativa entre investigadores de varias instituciones para discutir algunos avances de investigación y diversos aspectos de la historia eclesiástica en nuestro país. Adscrito al Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM y al Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades Alfonso Vélez Pliego de la BUAP, el seminario ha publicado las siguientes obras colectivas: Concilios provinciales mexicanos. Época colonial (2004), edición en CD; Los concilios provinciales en Nueva España. Reflexiones e influencias (2005); Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX (2008); La Iglesia en Nueva España. Problemas y perspectivas de investigación (2010); y La Iglesia en la Nueva España. Relaciones económicas e interacciones políticas (2010).


Los investigadores que han participado en esta obra y que tuvieron a su cargo la redacción inicial de los diferentes apartados son: Oscar Mazín Gómez se encargó de aquellos referentes a obispos y cabildos catedrales; Leticia Pérez Puente intervino en la redacción de los aspectos jurídicos, los concilios provinciales del siglo XVI, la secularización, los seminarios conciliares y los cabildos del siglo XVIII; Iván Escamilla González redactó algunos textos introductorios y el apartado sobre el IV concilio provincial; a Rodolfo Aguirre Salvador se deben aquellos sobre cofradías y corporaciones de seglares, parroquias y los temas de secularización; Enrique González González escribió los apartados sobre regio patronato y educación del clero; Pilar Martínez López Cano se dedicó a la bula de Santa Cruzada; Gabriel Torres Puga trabajó la Inquisición; Francisco Cervantes Bello redactó los temas de la riqueza eclesiástica; y Antonio Rubial García se encargó de los apartados sobre el clero regular, los conventos femeninos, las misiones norteñas y los santuarios. El epílogo sobre la herencia colonial en la Iglesia del siglo XIX fue escrito por Brian Connaughton.
Hemos dividido el texto en dos partes. La primera contiene dos capítulos que nos introducen en la problemática general de la Iglesia en Europa y en América. Consideramos fundamental que para comprender la actuación de dicha institución en México debíamos dar una visión panorámica de su evolución desde la Edad Media hasta la Ilustración, poniendo especial énfasis en sus relaciones con el poder civil. Asimismo, vimos la necesidad de introducir los grandes temas relacionados con la Iglesia y que fueron constantes a lo largo de la época virreinal: las diferentes instituciones que conformaron los cleros regular y secular; las diversas corporaciones de seglares; el papel cultural que jugó el estamento eclesiástico; el aparato jurídico que lo constituyó; y finalmente su relación con la economía y con el poder político. La coordinación de esta primera parte estuvo a cargo de Antonio Rubial García.
La segunda parte está dividida en cuatro capítulos que corresponden a las etapas que consideramos conforman el periodo virreinal: la etapa fundacional (1521-1565), durante la cual se pusieron las bases de las instituciones eclesiásticas, abarca desde la llegada de los españoles hasta el segundo concilio provincial y fue coordinada por Enrique González González; el periodo de consolidación (1565-1640), en el que se enfrentaron los intereses de los regulares y los obispos y surgieron nuevas instituciones, estuvo a cargo de Leticia Pérez Puente; la era de la autonomía (1640-1750), caracterizada por el creciente aumento del poderío episcopal y por la madurez de los diversos sectores eclesiásticos cada vez más independientes de España, estuvo bajo la coordinación de Oscar Mazín Gómez; la época de crisis (1750-1821), durante la cual la Corona afianzó su control sobre la Iglesia y dio su total apoyo al episcopado, se estructuró bajo la supervisión de Francisco Cervantes Bello. Finalmente, la coordinación general estuvo a cargo de Antonio Rubial.


La obra que aquí ofrecemos se inserta en la perspectiva de una historia social de la Iglesia, una historia que también contempla las ideas que estuvieron detrás de los procesos y las grandes figuras que fungieron como actores en ellos, pero que no se dedica al complejo mundo de la religiosidad católica. Nuestra finalidad al ofrecer este libro es la divulgación entre un amplio público lector, sea o no especializado en la historia, de los aspectos más relevantes de la historia eclesiástica novohispana. Por ello hemos evitado poner notas a pie de página, y por la misma razón, al final de la obra, se incluye una orientación bibliográfica muy general que de ninguna forma pretende ser exhaustiva. Asimismo se trató de explicar con la mayor simplicidad posible los problemas más complejos y en todos los casos se definieron los términos técnicos la primera vez que se mencionan. Se han incluido también a lo largo de la obra algunos mapas y cuadros que ilustran y complementan lo dicho en el texto. Consideramos que con esta obra se han hecho importantes aportaciones que nos permiten tener un panorama bastante completo sobre la actuación de la Iglesia en el virreinato de Nueva España.

Antonio Rubial García

jueves, 11 de julio de 2013

Nuevo libro de Erika Pani sobre el contexto internacional de la Reforma juarista

Viene de salir de las prensas el libro Una serie de admirables acontecimientos. México y el mundo en la época de la Reforma, 1848-1867, de la historiadora Erika Pani. En esta obra, que tiene un marcado y afortunado tono de divulgación, la autora se propone ofrecer al gran público una lectura de todo un conjunto de circunstancias, personajes y relaciones que en el ámbito internacional enmarcaron los acontecimientos de la segunda mitad del siglo XIX mexicano, particularmente los relativos a la intervención francesa y el II Imperio. Es un periodo marcado por revoluciones y revueltas que provocaron cambios significativos en la geografía política de occidente, madurando las condiciones para el surgimiento de las nuevas naciones europeas y americanas.

Por su contenido, el libro de Erika Pani ofrece también un apropiado telón de fondo a unos acontecimientos de la historia mexicana, que habían sido presentados por la historia patria sin un apropiado contexto global y en una lógica ideológica nacionalista de pobre contenido explicativo. En este sentido, acontecimientos como la batalla del 5 de mayo y el sitio de Puebla, el "tragicómico" imperio de Maximiliano, los conflictos políticos entre liberales y conservadores mexicanos, y la restauración de la República juarista, cobran un nuevo sentido y dimensión al entrelazarse con procesos internacionales que ocurrían en el marco de los conflictos derivados del reparto imperialista del mundo.

Sobre este libro, su autora señala en la introducción lo siguiente:


Este libro pretende contar una historia del México de la época de la Reforma que aborde las múltiples aristas que le dieron forma. La historiografía tradicional se ha centrado en el triunfo de la República sobre el Imperio. Ha pintado la victoria del proyecto liberal como justa, necesaria e inevitable, y a los conservadores como un puñado de reaccionarios apátridas y seniles. Sorprende incluso, dadas su miopía y su estupidez, que haya costado tanto trabajo deshacerse de ellos. Teniendo en cuenta que en política rara vez uno de los bandos tiene el monopolio de la inteligencia y nunca el de la bondad, queremos que el libro rescate las propuestas de todos estos hombres. Esperamos también que revele los vínculos del acontecer mexicano con las conmociones y procesos que en ese momento transformaban al mundo. En muchos aspectos, en estos años, por medio de procesos intrincados que tuvieron mucho de ensayo y error, se colocaron los cimientos del mundo moderno en el que, por más que se insista en lo posmoderno y posnacional del momento actual, es en el que hoy vivimos: un mundo secular en el que la religión no ha muerto, conformado por Estados-Nación, vinculado por las ideas, el comercio, la industria y los movimientos de capital.

Una serie de admirables acontecimientos... se agrega ahora a otras publicaciones de Ediciones EyC, en su serie Atlántica, que tienen el propósito justamente de proponer obras que contextualizan los procesos históricos de México en el convulsionado siglo XIX. En esta línea de reflexión se ha publicado también El general Prim y la intervención tripartita en México. Octubre de 1861-Mayo de 1862, de Manuel Ortuño Martínez (EEyC/BUAP, 2011) y La Intervención en México, 1862-1867, El espejismo americano de Napoleón III, de Alain Gouttman (EEyC/Trama editorial/BUAP, 2012).

sábado, 14 de mayo de 2011

UN ESTUDIO HISTÓRICO SOBRE EL CRISTIANISMO: SU DOCTRINA, SUS PRÁCTICAS, SUS SANTOS


Por Antonio Rubial García*

A pesar de que la violencia sigue llenando nuestros espacios cotidianos, la actitud hacia ella ha cambiado substancialmente a partir de la modernidad. En la cultura occidental anterior al siglo XIX ésta se consideraba como algo natural. De hecho la humanidad durante milenios percibió el cosmos como un espacio de lucha entre principios opuestos como la única condición de posibilidad para la existencia del universo. Vida y muerte, las bases para la creación y la destrucción, eran igualmente necesarias y las fuerzas celestiales se mostraban casi siempre como entidades veleidosas, violentas y destructivas. Esto no podía ser de otra forma dado lo precario de la existencia y las catástrofes a las que estaba sujeto el ser humano. Un Dios amoroso era impensable en sociedades abatidas por epidemias, inundaciones, hambrunas y terremotos. La muerte, vivida como un acto de violencia de la divinidad contra el hombre, podía ser un castigo o simplemente consecuencia de un capricho. Todas las religiones, y el cristianismo no fue una excepción, vieron condicionadas sus percepciones de la divinidad a partir de esa condición precaria del ser humano.
No se puede negar que el cristianismo postuló en sus orígenes una ruptura con la violencia y sus propuestas pacifistas y la adopción del Dios amoroso de los filósofos griegos inspiraron hechos de una solidaridad humana nunca antes conocida. Sin embargo, la utilización apologética de esos hechos desde los orígenes de la historiografía cristiana y reforzada con los discursos propagandísticos de los siglos XIX y XX, ha hecho olvidar la otra faceta, igualmente presente en la tradición occidental, en la cual la violencia formó parte de los discursos cristianos y opacó a menudo los preceptos pacifistas y amorosos que proponían las enseñanzas evangélicas. Podríamos pensar que tal actitud provino siempre de personas con fuertes intereses económicos o políticos y que los “hombres de Dios” estaban por encima de esas inclinaciones; sin embargo no fueron pocos los santos reconocidos como tales por la Iglesia cuyos discursos avalaban la violencia, ni tampoco sus biógrafos evitaron ocultar esta tendencia al describir sus vidas y virtudes. De hecho, varios de los santos que aquí mencionaremos fueron canonizados por la Iglesia en épocas tan tardías como el siglo XIX. Por ello me interesará resaltar, tanto las vidas y discursos de las personas consideradas santas, como el momento histórico de la adjudicación de esa santidad por parte de la Iglesia papal o de las iglesias locales.
Es claro que en el desarrollo de estas ideas y prácticas, el cristianismo y sus pensadores estaban respondiendo a una serie de cambios socioeconómicos y políticos del momento, pero también es verdad que esos mismos teólogos y hagiógrafos encontraron en la Sagrada Escritura y en los textos de los padres de la Iglesia (basados en la visión mesiánica agustiniana), justificaciones para todas esas actitudes violentas. Una teología que consideraba la historia humana como una guerra permanente entre la ciudad de los hijos de Dios, el pueblo elegido de la nueva Jerusalén, y la de los seguidores de Satanás, no podía más que promover la esperanza de que éstos últimos serían vencidos con violencia al final de los tiempos y castigados eternamente con sufrimientos indescriptibles.
El cristianismo, como todo producto humano, no puede estudiarse como una unidad que permaneció inmutable en el tiempo y en el espacio, por ello a menudo utilizaremos el término “los cristianismos” en plural. A lo largo de sus primeros tres siglos de existencia, la tradición cristiana se había consolidado tomando elementos de las distintas corrientes culturales presentes en el Mediterráneo y el Cercano Oriente; el zoroastrismo, el judaísmo y el helenismo le dieron sus bases filosóficas y morales y de las religiones de su entorno tomó prácticas, rituales y creencias. Estas distintas fuentes fueron el origen de variadas versiones del cristianismo que poseían diferentes percepciones sobre la figura histórica de Jesús, sobre su humanidad o divinidad y sobre su relación con las otras dos personas de la Trinidad. Antes del siglo IV la diversidad cristiana se manifestó en términos generales en dos grandes tendencias: la gnóstica, dualista y pesimista, influida por el zoroastrismo, y que veía como imposible la existencia de un dios encarnado en cuerpo de hombre; y la helenística trinitaria, monista y optimista, basada en el neoplatonismo, y que consideraba que Cristo tenía las dos naturalezas, la divina y la humana. A pesar de que la segunda tendencia fue la que se impuso y triunfó gracias a su mejor organización y al apoyo que recibió del emperador romano Constantino, sus concepciones se vieron penetradas de muchos rasgos de la tradición gnóstica (como su visión pesimista del cuerpo, corrompido por el pecado original).
Este cristianismo triunfante (al que denominaremos “helenístico”) se escindió a su vez entre los siglos V y XI en dos vertientes, cuyas divergencias doctrinales partían, no tanto de la teología, sino del papel que ambas otorgaban a la autoridad secular sobre la Iglesia. La versión bizantina, heredera directa del imperio romano, consideró al emperador como cabeza de todo el aparato eclesiástico (cesaropapismo); la occidental, influida por la fragmentación surgida a partir de la desaparición de las estructuras imperiales, daba al obispo de Roma una preeminencia religiosa que estaba sobre los poderes temporales, no sólo de los diversos señoríos germánicos y celtas, sino incluso del mismo emperador oriental. Cuando en el siglo IX Carlomagno restituyó la figura imperial en Occidente, la idea de una cristiandad con dos cabezas se convirtió en el principal tema de conflicto, no sólo con los emperadores occidentales del Sacro Imperio Romano Germánico, sino también con los de Bizancio.
En el siglo XI, después de una centuria de sujeción a los emperadores alemanes, el papado comenzó a independizarse del poder civil y a generar sus propios aparatos políticos autónomos, entre otros una curia para la administración interna de los estados pontificios y un colegio de cardenales para elegir al pontífice sucesor, en una monarquía en la que no podía haber herederos sanguíneos. Fue entonces que se consolidó la construcción de un sólido aparato jurídico (el derecho canónico), se sistematizó la dogmática con la reunión de seis concilios ecuménicos y se estructuró una teoría política basada en el principio de las dos potestades. Entre los partidarios del papa se consideraba que la autoridad civil debía estar sometida a la religiosa, siendo el tema central de la disputa dilucidar cuál de los dos poderes debía nombrar a los obispos, que eran autoridades a la vez civiles y religiosas. Después de la llamada “querella de las investiduras” entre el papa Gregorio VII y el emperador Enrique IV, en la cual ninguno de los dos cedió, se llegó finalmente al acuerdo en el Concordato de Worms (1122) de que el Papado pudiera intervenir en la investidura religiosa de los obispos, aunque de hecho los reyes siguieron nombrándolos.
Ante esas pretensiones pontificias también reaccionó el imperio bizantino, el cual desconoció la recién pretendida autoridad papal en 1054, hecho que fue llamado por la iglesia romana el “Cisma de Oriente”, pero que no fue tal pues no se podía escindir lo que nunca estuvo unido. De facto, la distancia entre ambas iglesias se había iniciado desde hacía tres siglos con la denominada por el Papado “herejía iconoclasta”, con la que los emperadores bizantinos atacaron el culto a las imágenes; al impugnar esa “herejía”, los obispos de Roma marcaron su independencia del poder temporal que los tenía sometidos desde Oriente, pero también promovieron la separación de las iglesias de tradición griega.
Con estas dos situaciones, y ante la confrontación con los imperios herederos de Roma, el Papado iniciaba un proceso autonomista. Paradójicamente gracias a los controles que habían ejercido, primero el emperador bizantino y después el alemán, el Papado había podido superar los caóticos periodos en los que la elección de los pontífices dependía de los intereses locales del centro de Italia. De hecho, a lo largo del siglo X y las primeras décadas del siglo XI, gracias al apoyo de los emperadores alemanes, la elección pontifical les fue arrebatada a las familias romanas que la habían ejercido por décadas con fatales resultados. Desde finales del siglo X los papas alemanes y borgoñones nombrados por los emperadores provenían de la reforma monástica de Cluny y restituyeron la dignidad papal. Gracias a ellos, no sólo se inició la lucha para independizarse del emperador alemán, sino también se llevaron a cabo una serie de reformas que estructuraron al Papado como una monarquía, a imitación de lo que estaba sucediendo en Inglaterra, en Francia y en Castilla. Cluny, además de generar en el Papado ideas centralizadoras, le dio una red de relaciones en toda Europa gracias a las cuales la reforma pudo imponerse. A esa reforma del siglo XI, denominada gregoriana (por ser san Gregorio VII su principal promotor), y a los papas monjes asociados con Cluny, siguieron los pontífices canonistas de los siglos XII y XIII, hombres con grandes dotes políticas y administrativas que llevaron a la Iglesia a generar aparatos de centralización y control desde Roma.
Así, a pesar de que en el siglo XIV el papado cayó de nuevo bajo la dependencia de un poder político externo, el de Francia, e incluso trasladó su sede a Aviñón, las estructuras generadas en las centurias anteriores permitieron una institucionalización y una autonomía de la Iglesia papal como nunca antes la había tenido. Fue en estos siglos XI al XIV que el papado monopolizó los procesos de beatificación y canonización, antes atribuidos a los obispos locales, como un medio efectivo para promover sus modelos de comportamiento y los nuevos prototipos de santidad, sumisa y obediente al pontífice de Roma.
Entre los siglos XIV y XVI se gestó en la Iglesia occidental un nuevo cisma que se inició con una situación política (la existencia de dos papas simultáneos uno en Roma y otro en Aviñón entre 1377 y 1415) y que terminó con la aparición de numerosas iglesias nacionales pertenecientes a tres denominaciones (luteranos, calvinistas y anglicanos), cuyos postulados se distanciaron de la fe católica en materias tan fundamentales como la supremacía dogmática del papa, los sacramentos, la necesidad de las obras para la salvación, el culto a la Virgen y a los santos, la creencia en el purgatorio o la predestinación. El surgimiento de las iglesias protestantes provocó en la católica una revisión y una reafirmación de sus postulados básicos, con lo que la autoridad papal quedó fortalecida entre los católicos, pero se hizo imposible la reconciliación entre éstos y los protestantes.
A pesar de haber mantenido una supremacía espiritual, el papado no pudo tener ingerencia en los asuntos internos de las iglesias locales pues éstas quedaron supeditadas a la autoridad de los monarcas católicos en España, Francia y Austria, generando algo no muy distinto al cesaropapismo bizantino. Algo similar acontecía en el cristianismo oriental en el cual, a la caída del imperio romano de Oriente bajo el poder de los turcos, se desplazó el centro de la Iglesia ortodoxa griega hacia Rusia, donde el zar se erigía como la nueva cabeza de una de las cristiandades orientales más numerosa.
Estas cinco iglesias, apoyadas por el poder político en los distintos países europeos, generaron aparatos institucionales controlados por un clero instruido en seminarios conciliares y academias, sujetos a una jerarquía y a ministros ocupados de la dirección espiritual de los fieles, organizados bajo los principios acordados en sínodos y concilios y manteniendo aparatos represivos contra los disidentes. En todas, la sujeción al poder civil fue fundamental para mantener la supremacía sobre otras denominaciones.
En toda su evolución, las distintas variantes cristianas han fomentado a lo largo de la historia de Occidente fuertes disputas doctrinales que a menudo han derivado en violencia, sobre todo contra aquellos considerados “herejes” por no compartir las creencias de la iglesia oficial. Al mismo tiempo algunas de esas versiones cristianas generaron discursos contra las otras dos religiones monoteístas (judaísmo e islamismo) de los que también surgieron prácticas violentas contra sus fieles. Así, aunque por un lado la religión fundada por Jesús ha promovido valores pacifistas y de solidaridad y ayuda a los desvalidos, por el otro sus alianzas con el poder y los intereses económicos e ideológicos de sus representantes han provocado también el sufrimiento y la muerte de muchas personas.
Además de su adaptación a la realidad socioeconómica y política, esa actitud ambigua proviene del hecho de que, a lo largo de su historia, el cristianismo se ha debatido entre dos concepciones de Dios encontradas y aparentemente contradictorias. Una, que lo ve como una fuerza justiciera y vengadora, la otra que exalta su faceta providencial y amorosa. A la sombra de la primera se desarrollaron dos líneas conceptuales que utilizaron la violencia como parte central de sus discursos: la que ve en Dios al “Señor de los ejércitos que vence a sus enemigos” y la que lo concibe como un juez justiciero al que se debe solicitar clemencia y ofrecer ayunos y penitencias. Con base en la segunda se desarrolló una tercera versión también relacionada con la violencia, pero en sentido inverso, la que considera a Dios como una víctima propiciatoria, como un mártir redentor que sirve de ejemplo a aquellos que entregan su vida voluntariamente por la expansión de la fe cristiana. Aunque existen otras muchas variantes derivadas de la concepción cristiana de Dios, en el presente ensayo sólo me interesa describir la evolución de esas tres líneas conceptuales en el cristianismo desde sus bases judaicas hasta el siglo XVII, es decir en una era que varios historiadores han llamado la sociedad de Antiguo Régimen y otros la larga Edad Media vinculada al predominio de la oralidad.
Así, a lo largo de este libro vamos a analizar tres campos en los cuales las distintas variantes del cristianismo han discernido sobre la violencia y han actuado en concordancia con esos pensamientos: la guerra, la justicia y el martirio. En los tres se ha generado un rico arsenal simbólico cuya presencia en imágenes y textos alimentó la intolerancia y propició la promoción de violencia. El tema ha sido tratado de manera extensa en numerosos trabajos desde diversas perspectivas y durante varias décadas; las cruzadas, la inquisición o el antisemitismo han recibido la atención de numerosos estudiosos así como de escritores sensacionalistas. No es mi intención repetir lo que se ha dicho sino mostrar el problema desde tres nuevos enfoques. Uno, analizarlo desde la perspectiva de la santidad, considerando la palabra “santo” en un sentido amplio y no sólo para denominar a aquellas personas que han sido canonizados por la Iglesia. El segundo, estudiar esas expresiones de violencia, no a partir de nuestros parámetros actuales (es decir como un antivalor que atenta contra la humanidad), sino desde la perspectiva de lo que se consideraba justicia. El tercero, estudiar no sólo aquellos aspectos institucionales en los cuales los santos han intervenido (cruzada, inquisición, etc.), sino también lo que llamaremos “violencia simbólica”, es decir las opiniones, imágenes, prácticas, signos, gestos y anécdotas literarias alrededor de la santidad cuyos mensajes la han propiciado.
El concepto de “violencia simbólica” fue desarrollado por Pierre Bourdieu y con él se pretende enfatizar el modo en que los dominados aceptan como legítima su propia condición de dominación. Su reiteración y presencia cotidiana la hacen aparecer como algo natural, como “el orden las cosas”. Por tanto, la aceptación de los códigos de violencia por parte de los fieles como algo dado y que no puede ser de otra manera se volvió parte central de los aparatos de poder. En este contexto, los eclesiásticos no sólo reflejan en sus escritos e imágenes el mundo de violencia en el que viven, también influyen en él al avalarlo y considerarlo como parte del orden divino, como algo querido por Dios.
Este libro no tiene una finalidad detractora ni intenta polemizar. No parto de una visión maniquea que intenta descubrir a los buenos y a los malos de la historia ni pretendo buscar culpables. Mi interés se centra en descubrir que la religión cristiana, al igual que todas las otras creaciones humanas, no estuvo exenta de las prácticas ni de los discursos violentos de las religiones antiguas, un aspecto fundamental del ser humano a lo largo de su historia. También pretendo hacer conciencia de lo ajeno que nos es el pasado, incluso uno tan cercano como el de la cultura cristiana, y que no podemos acercarnos a él con ideas preconcebidas nacidas de las condiciones de nuestro presente. En general quienes no son historiadores de profesión tienden a contaminar sus narraciones con las concepciones del amor, del estado, de la moral, de la sociedad y de la religión heredadas del siglo XIX. El romanticismo, el cientificismo, la moral victoriana, la visión marxista, el pacifismo están siempre presentes en sus discursos cuando intentan reconstruir situaciones acaecidas en las sociedades preindustriales. Por tanto, aunque usamos las mismas palabras que aquellas utilizaban y compartimos valores similares comunes a toda la cultura occidental, los significados que nuestra visión secularizada les da no son ya los mismos. No podemos olvidar, por ejemplo, que la separación entre lo religioso y lo político, tan clara para nosotros, era entonces inexistente, como también lo era la distinción entre lo sagrado y lo profano. Ese pasado debe ser percibido como algo extraño a nosotros. La violencia, la justicia y la muerte son temas en los que podemos descubrir esa extrañeza.

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*De la Introdución a su libro La justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo, de Ediciones de Educación y Cultura, México / Trama Editorial, Madrid. 2011.

sábado, 23 de abril de 2011

Libro sobre Maximino Ávila Camacho



Un libro en prensa

En algún mes del año 2010, mientras nos dedicábamos a la edición de la colección especial BiCentenario, uno de sus autores --el Dr. David LaFrance-- me sugirió la lectura y eventual publicación en español de un libro que había sido recientemente publicado en Estados Unidos titulado Maximino Ávila Camacho y el Estado unipartidista. La domesticación de caudillos y caciques en el México posrevolucionario, del profesor Alejandro Quintana (St. John University, N. Y.).
De inmediato me puse en contacto con sus editores, quienes me enviaron un ejemplar del texto referido, lo revisé cuidadosamente y accedí a pagar los derechos para su publicación en español. El libro nos ofrece una interesante lectura, ciertamente completa y documentada --"la más exhaustiva" dice Wil Pansters quien hace una nota introductoria a nuestra edición--, del papel de Maximino en la política local y nacional de los años 30 y 40, así como de su legado a la cultura política mexicana y a muchas de las estructuras y estilos políticos todavía sobrevivientes en el siglo XXI.
Este libro, de interés y actualidad, se suma a otros estudios sobre el mismo personaje que se han escrito desde los años ochentas, justamente después de lo que Pansters denominó "el ocaso del avilacamachismo en Puebla", de los cuales deben destacar los de Jesús Márquez Carrillo (BUAP, primer estudio académico serio sobre el tema), el de Wil Pansters (U. de Utrecht, Holanda), el de Fernández Chedraui (Xalapa, Ver.) y uno muy reciente publicado por el Congreso del Estado de Puebla de Jorge Efrén Arrazola entre otros que ahora recuerdo.
Les recomiendo esta lectura histórica, sobre un tema de innegable vigencia, que muestra el alto nivel de compenetración biográfica sobre Maximino lograda por Alejandro Quintana, pero, sobre todo, de la importante reflexión que plantea acerca del papel que MAC jugó en la configuración del tipo de Estado mexicano del siglo XX.
Dice David LaFrance que después de leer el libro de Quintana, uno se convence que más que a Madero es a Maximino a quien hay que visualizar como inspirador e ícono del Estado posrrevolucionario. ¡Vaya pues!