Por Antonio Rubial García*
A pesar de que la violencia sigue llenando nuestros espacios cotidianos, la actitud hacia ella ha cambiado substancialmente a partir de la modernidad. En la cultura occidental anterior al siglo XIX ésta se consideraba como algo natural. De hecho la humanidad durante milenios percibió el cosmos como un espacio de lucha entre principios opuestos como la única condición de posibilidad para la existencia del universo. Vida y muerte, las bases para la creación y la destrucción, eran igualmente necesarias y las fuerzas celestiales se mostraban casi siempre como entidades veleidosas, violentas y destructivas. Esto no podía ser de otra forma dado lo precario de la existencia y las catástrofes a las que estaba sujeto el ser humano. Un Dios amoroso era impensable en sociedades abatidas por epidemias, inundaciones, hambrunas y terremotos. La muerte, vivida como un acto de violencia de la divinidad contra el hombre, podía ser un castigo o simplemente consecuencia de un capricho. Todas las religiones, y el cristianismo no fue una excepción, vieron condicionadas sus percepciones de la divinidad a partir de esa condición precaria del ser humano.
No se puede negar que el cristianismo postuló en sus orígenes una ruptura con la violencia y sus propuestas pacifistas y la adopción del Dios amoroso de los filósofos griegos inspiraron hechos de una solidaridad humana nunca antes conocida. Sin embargo, la utilización apologética de esos hechos desde los orígenes de la historiografía cristiana y reforzada con los discursos propagandísticos de los siglos XIX y XX, ha hecho olvidar la otra faceta, igualmente presente en la tradición occidental, en la cual la violencia formó parte de los discursos cristianos y opacó a menudo los preceptos pacifistas y amorosos que proponían las enseñanzas evangélicas. Podríamos pensar que tal actitud provino siempre de personas con fuertes intereses económicos o políticos y que los “hombres de Dios” estaban por encima de esas inclinaciones; sin embargo no fueron pocos los santos reconocidos como tales por la Iglesia cuyos discursos avalaban la violencia, ni tampoco sus biógrafos evitaron ocultar esta tendencia al describir sus vidas y virtudes. De hecho, varios de los santos que aquí mencionaremos fueron canonizados por la Iglesia en épocas tan tardías como el siglo XIX. Por ello me interesará resaltar, tanto las vidas y discursos de las personas consideradas santas, como el momento histórico de la adjudicación de esa santidad por parte de la Iglesia papal o de las iglesias locales.
Es claro que en el desarrollo de estas ideas y prácticas, el cristianismo y sus pensadores estaban respondiendo a una serie de cambios socioeconómicos y políticos del momento, pero también es verdad que esos mismos teólogos y hagiógrafos encontraron en la Sagrada Escritura y en los textos de los padres de la Iglesia (basados en la visión mesiánica agustiniana), justificaciones para todas esas actitudes violentas. Una teología que consideraba la historia humana como una guerra permanente entre la ciudad de los hijos de Dios, el pueblo elegido de la nueva Jerusalén, y la de los seguidores de Satanás, no podía más que promover la esperanza de que éstos últimos serían vencidos con violencia al final de los tiempos y castigados eternamente con sufrimientos indescriptibles.
El cristianismo, como todo producto humano, no puede estudiarse como una unidad que permaneció inmutable en el tiempo y en el espacio, por ello a menudo utilizaremos el término “los cristianismos” en plural. A lo largo de sus primeros tres siglos de existencia, la tradición cristiana se había consolidado tomando elementos de las distintas corrientes culturales presentes en el Mediterráneo y el Cercano Oriente; el zoroastrismo, el judaísmo y el helenismo le dieron sus bases filosóficas y morales y de las religiones de su entorno tomó prácticas, rituales y creencias. Estas distintas fuentes fueron el origen de variadas versiones del cristianismo que poseían diferentes percepciones sobre la figura histórica de Jesús, sobre su humanidad o divinidad y sobre su relación con las otras dos personas de la Trinidad. Antes del siglo IV la diversidad cristiana se manifestó en términos generales en dos grandes tendencias: la gnóstica, dualista y pesimista, influida por el zoroastrismo, y que veía como imposible la existencia de un dios encarnado en cuerpo de hombre; y la helenística trinitaria, monista y optimista, basada en el neoplatonismo, y que consideraba que Cristo tenía las dos naturalezas, la divina y la humana. A pesar de que la segunda tendencia fue la que se impuso y triunfó gracias a su mejor organización y al apoyo que recibió del emperador romano Constantino, sus concepciones se vieron penetradas de muchos rasgos de la tradición gnóstica (como su visión pesimista del cuerpo, corrompido por el pecado original).
Este cristianismo triunfante (al que denominaremos “helenístico”) se escindió a su vez entre los siglos V y XI en dos vertientes, cuyas divergencias doctrinales partían, no tanto de la teología, sino del papel que ambas otorgaban a la autoridad secular sobre la Iglesia. La versión bizantina, heredera directa del imperio romano, consideró al emperador como cabeza de todo el aparato eclesiástico (cesaropapismo); la occidental, influida por la fragmentación surgida a partir de la desaparición de las estructuras imperiales, daba al obispo de Roma una preeminencia religiosa que estaba sobre los poderes temporales, no sólo de los diversos señoríos germánicos y celtas, sino incluso del mismo emperador oriental. Cuando en el siglo IX Carlomagno restituyó la figura imperial en Occidente, la idea de una cristiandad con dos cabezas se convirtió en el principal tema de conflicto, no sólo con los emperadores occidentales del Sacro Imperio Romano Germánico, sino también con los de Bizancio.
En el siglo XI, después de una centuria de sujeción a los emperadores alemanes, el papado comenzó a independizarse del poder civil y a generar sus propios aparatos políticos autónomos, entre otros una curia para la administración interna de los estados pontificios y un colegio de cardenales para elegir al pontífice sucesor, en una monarquía en la que no podía haber herederos sanguíneos. Fue entonces que se consolidó la construcción de un sólido aparato jurídico (el derecho canónico), se sistematizó la dogmática con la reunión de seis concilios ecuménicos y se estructuró una teoría política basada en el principio de las dos potestades. Entre los partidarios del papa se consideraba que la autoridad civil debía estar sometida a la religiosa, siendo el tema central de la disputa dilucidar cuál de los dos poderes debía nombrar a los obispos, que eran autoridades a la vez civiles y religiosas. Después de la llamada “querella de las investiduras” entre el papa Gregorio VII y el emperador Enrique IV, en la cual ninguno de los dos cedió, se llegó finalmente al acuerdo en el Concordato de Worms (1122) de que el Papado pudiera intervenir en la investidura religiosa de los obispos, aunque de hecho los reyes siguieron nombrándolos.
Ante esas pretensiones pontificias también reaccionó el imperio bizantino, el cual desconoció la recién pretendida autoridad papal en 1054, hecho que fue llamado por la iglesia romana el “Cisma de Oriente”, pero que no fue tal pues no se podía escindir lo que nunca estuvo unido. De facto, la distancia entre ambas iglesias se había iniciado desde hacía tres siglos con la denominada por el Papado “herejía iconoclasta”, con la que los emperadores bizantinos atacaron el culto a las imágenes; al impugnar esa “herejía”, los obispos de Roma marcaron su independencia del poder temporal que los tenía sometidos desde Oriente, pero también promovieron la separación de las iglesias de tradición griega.
Con estas dos situaciones, y ante la confrontación con los imperios herederos de Roma, el Papado iniciaba un proceso autonomista. Paradójicamente gracias a los controles que habían ejercido, primero el emperador bizantino y después el alemán, el Papado había podido superar los caóticos periodos en los que la elección de los pontífices dependía de los intereses locales del centro de Italia. De hecho, a lo largo del siglo X y las primeras décadas del siglo XI, gracias al apoyo de los emperadores alemanes, la elección pontifical les fue arrebatada a las familias romanas que la habían ejercido por décadas con fatales resultados. Desde finales del siglo X los papas alemanes y borgoñones nombrados por los emperadores provenían de la reforma monástica de Cluny y restituyeron la dignidad papal. Gracias a ellos, no sólo se inició la lucha para independizarse del emperador alemán, sino también se llevaron a cabo una serie de reformas que estructuraron al Papado como una monarquía, a imitación de lo que estaba sucediendo en Inglaterra, en Francia y en Castilla. Cluny, además de generar en el Papado ideas centralizadoras, le dio una red de relaciones en toda Europa gracias a las cuales la reforma pudo imponerse. A esa reforma del siglo XI, denominada gregoriana (por ser san Gregorio VII su principal promotor), y a los papas monjes asociados con Cluny, siguieron los pontífices canonistas de los siglos XII y XIII, hombres con grandes dotes políticas y administrativas que llevaron a la Iglesia a generar aparatos de centralización y control desde Roma.
Así, a pesar de que en el siglo XIV el papado cayó de nuevo bajo la dependencia de un poder político externo, el de Francia, e incluso trasladó su sede a Aviñón, las estructuras generadas en las centurias anteriores permitieron una institucionalización y una autonomía de la Iglesia papal como nunca antes la había tenido. Fue en estos siglos XI al XIV que el papado monopolizó los procesos de beatificación y canonización, antes atribuidos a los obispos locales, como un medio efectivo para promover sus modelos de comportamiento y los nuevos prototipos de santidad, sumisa y obediente al pontífice de Roma.
Entre los siglos XIV y XVI se gestó en la Iglesia occidental un nuevo cisma que se inició con una situación política (la existencia de dos papas simultáneos uno en Roma y otro en Aviñón entre 1377 y 1415) y que terminó con la aparición de numerosas iglesias nacionales pertenecientes a tres denominaciones (luteranos, calvinistas y anglicanos), cuyos postulados se distanciaron de la fe católica en materias tan fundamentales como la supremacía dogmática del papa, los sacramentos, la necesidad de las obras para la salvación, el culto a la Virgen y a los santos, la creencia en el purgatorio o la predestinación. El surgimiento de las iglesias protestantes provocó en la católica una revisión y una reafirmación de sus postulados básicos, con lo que la autoridad papal quedó fortalecida entre los católicos, pero se hizo imposible la reconciliación entre éstos y los protestantes.
A pesar de haber mantenido una supremacía espiritual, el papado no pudo tener ingerencia en los asuntos internos de las iglesias locales pues éstas quedaron supeditadas a la autoridad de los monarcas católicos en España, Francia y Austria, generando algo no muy distinto al cesaropapismo bizantino. Algo similar acontecía en el cristianismo oriental en el cual, a la caída del imperio romano de Oriente bajo el poder de los turcos, se desplazó el centro de la Iglesia ortodoxa griega hacia Rusia, donde el zar se erigía como la nueva cabeza de una de las cristiandades orientales más numerosa.
Estas cinco iglesias, apoyadas por el poder político en los distintos países europeos, generaron aparatos institucionales controlados por un clero instruido en seminarios conciliares y academias, sujetos a una jerarquía y a ministros ocupados de la dirección espiritual de los fieles, organizados bajo los principios acordados en sínodos y concilios y manteniendo aparatos represivos contra los disidentes. En todas, la sujeción al poder civil fue fundamental para mantener la supremacía sobre otras denominaciones.
En toda su evolución, las distintas variantes cristianas han fomentado a lo largo de la historia de Occidente fuertes disputas doctrinales que a menudo han derivado en violencia, sobre todo contra aquellos considerados “herejes” por no compartir las creencias de la iglesia oficial. Al mismo tiempo algunas de esas versiones cristianas generaron discursos contra las otras dos religiones monoteístas (judaísmo e islamismo) de los que también surgieron prácticas violentas contra sus fieles. Así, aunque por un lado la religión fundada por Jesús ha promovido valores pacifistas y de solidaridad y ayuda a los desvalidos, por el otro sus alianzas con el poder y los intereses económicos e ideológicos de sus representantes han provocado también el sufrimiento y la muerte de muchas personas.
Además de su adaptación a la realidad socioeconómica y política, esa actitud ambigua proviene del hecho de que, a lo largo de su historia, el cristianismo se ha debatido entre dos concepciones de Dios encontradas y aparentemente contradictorias. Una, que lo ve como una fuerza justiciera y vengadora, la otra que exalta su faceta providencial y amorosa. A la sombra de la primera se desarrollaron dos líneas conceptuales que utilizaron la violencia como parte central de sus discursos: la que ve en Dios al “Señor de los ejércitos que vence a sus enemigos” y la que lo concibe como un juez justiciero al que se debe solicitar clemencia y ofrecer ayunos y penitencias. Con base en la segunda se desarrolló una tercera versión también relacionada con la violencia, pero en sentido inverso, la que considera a Dios como una víctima propiciatoria, como un mártir redentor que sirve de ejemplo a aquellos que entregan su vida voluntariamente por la expansión de la fe cristiana. Aunque existen otras muchas variantes derivadas de la concepción cristiana de Dios, en el presente ensayo sólo me interesa describir la evolución de esas tres líneas conceptuales en el cristianismo desde sus bases judaicas hasta el siglo XVII, es decir en una era que varios historiadores han llamado la sociedad de Antiguo Régimen y otros la larga Edad Media vinculada al predominio de la oralidad.
Así, a lo largo de este libro vamos a analizar tres campos en los cuales las distintas variantes del cristianismo han discernido sobre la violencia y han actuado en concordancia con esos pensamientos: la guerra, la justicia y el martirio. En los tres se ha generado un rico arsenal simbólico cuya presencia en imágenes y textos alimentó la intolerancia y propició la promoción de violencia. El tema ha sido tratado de manera extensa en numerosos trabajos desde diversas perspectivas y durante varias décadas; las cruzadas, la inquisición o el antisemitismo han recibido la atención de numerosos estudiosos así como de escritores sensacionalistas. No es mi intención repetir lo que se ha dicho sino mostrar el problema desde tres nuevos enfoques. Uno, analizarlo desde la perspectiva de la santidad, considerando la palabra “santo” en un sentido amplio y no sólo para denominar a aquellas personas que han sido canonizados por la Iglesia. El segundo, estudiar esas expresiones de violencia, no a partir de nuestros parámetros actuales (es decir como un antivalor que atenta contra la humanidad), sino desde la perspectiva de lo que se consideraba justicia. El tercero, estudiar no sólo aquellos aspectos institucionales en los cuales los santos han intervenido (cruzada, inquisición, etc.), sino también lo que llamaremos “violencia simbólica”, es decir las opiniones, imágenes, prácticas, signos, gestos y anécdotas literarias alrededor de la santidad cuyos mensajes la han propiciado.
El concepto de “violencia simbólica” fue desarrollado por Pierre Bourdieu y con él se pretende enfatizar el modo en que los dominados aceptan como legítima su propia condición de dominación. Su reiteración y presencia cotidiana la hacen aparecer como algo natural, como “el orden las cosas”. Por tanto, la aceptación de los códigos de violencia por parte de los fieles como algo dado y que no puede ser de otra manera se volvió parte central de los aparatos de poder. En este contexto, los eclesiásticos no sólo reflejan en sus escritos e imágenes el mundo de violencia en el que viven, también influyen en él al avalarlo y considerarlo como parte del orden divino, como algo querido por Dios.
Este libro no tiene una finalidad detractora ni intenta polemizar. No parto de una visión maniquea que intenta descubrir a los buenos y a los malos de la historia ni pretendo buscar culpables. Mi interés se centra en descubrir que la religión cristiana, al igual que todas las otras creaciones humanas, no estuvo exenta de las prácticas ni de los discursos violentos de las religiones antiguas, un aspecto fundamental del ser humano a lo largo de su historia. También pretendo hacer conciencia de lo ajeno que nos es el pasado, incluso uno tan cercano como el de la cultura cristiana, y que no podemos acercarnos a él con ideas preconcebidas nacidas de las condiciones de nuestro presente. En general quienes no son historiadores de profesión tienden a contaminar sus narraciones con las concepciones del amor, del estado, de la moral, de la sociedad y de la religión heredadas del siglo XIX. El romanticismo, el cientificismo, la moral victoriana, la visión marxista, el pacifismo están siempre presentes en sus discursos cuando intentan reconstruir situaciones acaecidas en las sociedades preindustriales. Por tanto, aunque usamos las mismas palabras que aquellas utilizaban y compartimos valores similares comunes a toda la cultura occidental, los significados que nuestra visión secularizada les da no son ya los mismos. No podemos olvidar, por ejemplo, que la separación entre lo religioso y lo político, tan clara para nosotros, era entonces inexistente, como también lo era la distinción entre lo sagrado y lo profano. Ese pasado debe ser percibido como algo extraño a nosotros. La violencia, la justicia y la muerte son temas en los que podemos descubrir esa extrañeza.
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*De la Introdución a su libro La justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo, de Ediciones de Educación y Cultura, México / Trama Editorial, Madrid. 2011.
En corto tiempo llegarás a ser el mejor editor independiente de México: profecía!
ResponderEliminarY lo bueno es que yo fui tu descubridor!
ResponderEliminarBuen comentario Marco Tulio, se agradece. Más aún viniendo de un escritor que conoce la Historia de todas las cosas.
ResponderEliminarEso mismo he comentado por todos lados. Te estás convirtiendo en el referente obligado. Muchas, muchas felicidades y sobre todo por este libro que es una verdadera joya tanto por la calidad de la edición, como por el autor y su obra, pero sobre todo por el tema. Sin duda un gran acierto.
ResponderEliminarFelicidades también por este blog.